- Texto y Foto: Irene Vázquez Gudiño
Los tamales de harina
*Con amor para Airincita y Betito.

Comencé a escribir este texto a mediados del mes de agosto, explicando los motivos por los cuales me encuentro en Pueblo Bonito, sin embargo, dichas razones han cambiado y ahora sigo aquí por puro gusto. No vale la pena que les cuente sobre lo anterior, pero sí es importante hacerles saber que tenía ocho meses sin venir y sin probar la comida tangancicuarense (¡uf! Qué largo suena el gentilicio de Pueblo Bonito y qué largos fueron también todos esos meses).
Por acá el número de personas infectadas por el virus de la covid-19 se mantiene en un vaivén, por lo que no he podido ir al mercado ni a saludar a varias de mis personas queridas. Mi papá se ha encargado de comprar la comida semanalmente, basándose en una lista que le escribe mi mamá un día antes. “¿Quieren piña?, ¿una o dos papayas?”, nos pregunta ella. Él agrega: “De mango ni me digan porque voy a comprar lo de siempre” [¡un chingo!].
En una de las sobremesas en las que mi mamá suele escribir dichas listas, salieron a tema los tamales de harina y, entre nostalgia y antojo, suspiramos. Resulta que las Vázquez Gudiño amamos los tamales, por lo que mi mamá sugirió que un domingo, día en que nadie de la familia trabaja, los hiciéramos.
Ustedes se preguntarán [aquí estoy suponiendo cierta interacción virtual]: ¿Cómo que tamales de harina? Su nombre se debe a que están hechos, a diferencia de los de maíz, con harina de trigo, aunque también van envueltos en hojas de mazorca y se cuecen al vapor. El resultado son unas pelotitas blancas y esponjosas.
Estos tamales están presentes en la región p ́urhépecha de Michoacán y suelen comerse con atole [de tamarindo, aguamiel, zarzamora, cereza, piña, leche, etc.] como desayuno; pero en Pueblo Bonito más que comerlos con atole nos gustan rellenos de carnitas, mole o tinga; por cierto, aquí la tinga se parece a un mole coloradito con carne deshebrada de pollo o cerdo. Estos tamales estuvieron presentes en muchas fiestas de mi infancia, era común que en los cumpleaños se sirvieran con tinga o mole. En cambio, los rellenos de carnitas los reservábamos para el desayuno dominical, servidos con una salsa de col (acá le decimos repollo), cebolla, jitomate, cilantro, rábano, sal y limón.

La ayuda es imprescindible para preparar los tamales, por una parte, porque amasar requiere de bastante fuerza en los brazos (o al menos de gran aguante) y, por otra, porque el proceso de limpiar las hojas es uno de los menos entusiastas: se enjuagan, se remojan y luego se secan de una por una con una servilleta de tela. Tan grave es que la masa no se infle (por un mal amasado) como tener un tamal pegado a la hoja (por no haberlas secado bien), así que hay que realizar con cautela ambos procedimientos.
Toñita, mi abue, dice que solamente una persona debe amasar la masa y lo mismo a la hora de meter los tamales a la vaporera, porque de lo contrario quedan crudos. Mi mamá está en desacuerdo y le recuerda constantemente que ya varias veces han comprobado que eso no ocurre.

Mientras los tamales se cuecen y mi mamá rectifica la sazón de la tinga, aprovecho para contarles que en Tarecuato, una comunidad cercana a Pueblo Bonito, anualmente se realiza la Maiapita (Feria del Atole), una tradición p ́urhépecha en la que decenas de mujeres se reúnen para dar a conocer los distintos atoles que se hacen en la región y, por supuesto, los acompañan con tamales de harina y pan. Quienes acudimos vamos como hormiguitas (en fila y con un trocito de comida en la boca) recorriendo los puestos con un vaso en una mano y un tamal en la otra, chopeando al son de las pirekuas[1]. Menciono esto porque ahí fue donde hace siete años por primera vez comprobé que estos tamales de harina también son una gran pareja del atole.
Airincita, mi mamá, finalmente da el aviso de que ya está la comida. La veo sacando uno de los tamales, despojándolo de una hoja y dejándole otra que servirá para sostenerlo sin que se le pegue en la mano (el vapor les da una textura pegajosa). Lo divide en dos con ayuda de un cuchillo, sin cortar uno de los extremos, y lo rellena de abundante tinga. Al final le agrega un poco de repollo. Yo, en cambio, como soy muy salsera disfruto más de la tinga que del tamal, así que hago lo que nadie más hace en esta casa, me sirvo un plato con tinga y ahí voy remojando poco a poquito mi tamal.
[1] Canción tradicional p ́urhépecha.