- Texto & Foto: Irene Vázquez
Pan y chocolate, para recordar con gozo
- Irene, tu nivel de cultura pop es muy malo.
- Lo sé, es pésimo, pero tengo cosas peores ¡no me sale espumar el chocolate!
Noviembre es un mes que fonéticamente rima con hambre y emocionalmente con antojo. Me trae a la cabeza el Día de Muertos y el recuerdo de mis difuntos en la mesa, compartiendo el pan. Quizá por eso mi parte favorita del mes es la de la comensalidad en torno al chocolate caliente y al pan de muerto.

A mí me gusta empezar arrancándole los huesitos y sacudiéndole los granos finitos de azúcar, descubrir si huele más a mantequilla o azahar; luego seguir con la costra, hasta dejar solo el migajón esponjoso, listo para sumergirse en la taza de chocolate por un segundo y de ahí velozmente a mi boca: ¡y adiós pan de muerto, efímera cosa bella!
La inquietud guzga se me despertó hace un par de semanas en el mercado de Medellín, al encontrarme pequeños panes de muerto ornamentales y no comestibles. Los vi tan guapos y tan imposibles, les guiñé el ojo entendiendo la travesura que implicaba que no me los pudiera comer. En venganza, salí hacia “Patita la Vaca” por dos piezas recién horneadas y completamente ingeribles.
Creo que nunca vi a mis muertitos comerse un pan de muerto, y ya es tarde para querer preguntarles si les gustaba. Por ejemplo, a Robitín, mi abuelo materno, lo veía sopearse un pan de yema en un vaso con leche, casi todas las noches. Si le hiciera una ofrenda le pondría muchos panes ¡y mole con guajolote!, que era el favorito en sus últimos cumpleaños. También le colocaría un puño de caramelos bicolor, como los que en algunos restaurantes, viejitos, suelen dar de cortesía al llevar el cambio a la mesa.
Lucita Cholico, mi abuela paterna, era diabética y su recuerdo me sabe más a sal que a azúcar. Después de la comida tomaba una de esas siestas largas y profundas, mientras los demás hacíamos lo propio de la sobremesa. Al despertar, esbozaba una gran sonrisa y repasaba el menú llena de satisfacción: ¡qué sabroso comimos! Una carnita asada con sus frijolitos y sus nopalitos ¡bien a gustito! Todos sonreíamos cómplices, porque así eran siempre sus comidas, sabrosas y a gusto.
Mis papás no solían comprar pan, pero si sucedía, lo celebrábamos; porque Alberto no compraba cualquier pan, era del que horneaban en Chilchota, un lugar cercano a mi pueblo en Michoacán. El ritual de comerlo implicaba la pelea, con mis hermanas, por la cabeza del que tenía forma de gallo, mientras Irene [no yo, mi madre] espumaba el chocolate con un batidor de madera, acción en la que mucho tiempo después suelo fracasar constantemente.
Cuando tenía 20 años me mudé a León, Guanajuato, y ahí sí me volvieron experta en catar panes. El pan de muerto no fue la excepción y empezó a hacerse presente cada noviembre, también el chocolate con piquete y mucha variedad, porque creatividad sobraba.
En León conocí a Jesús y su celebre frase: “lo mejor de la comida, es la compañía.” Fue un amigo entrañable con quien tampoco comí pan de muerto, pero aprendí a tomarles un profundo cariño a los ostiones ahumados. Un día en su casa supe que le habían prohibido los alimentos muy quemados, y el estómago se me estremeció al oírlo, como si mi fanatismo por las sobras quemaditas al fondo del sartén sufriera con él.
Robitín, Lucita y Jesús, están presentes todo el año, aparecen en recuerdos de festines, casi siempre alegres, otros muy jodidos, que duelen suavecito pero punzante. Quizá por eso noviembre insiste en que las penas con pan son menos, ofreciéndonos el pan de muerto y el chocolate como un remedio para recordar con gozo.
Escribir sobre mis difuntos y las comidas que compartí con ellos, me hace pensar en mis platillos favoritos, hay unos que estarían relacionados con distintas épocas y personas en mi vida. Hoy, por ejemplo, mi platillo predilecto incluiría hojas de parra, jocoque con aceite de oliva y una cerveza; además de la glotonería del pan de muerto y el chocolate sin espuma y mucha canela.