- Natalia P.; Ilustración: Ciomar Lozano
La Última Cena

Una pasta con mariscos, unas arancine, las tortitas de papa que hace mi madre en Semana Santa o un tlacoyo hecho con maíz azul y relleno de frijol podrían ser los platos que elegiría como mi última cena, ¿usted lector qué elegiría?
¿Si pudiésemos saber en qué momento terminará la propia vida qué elegiríamos hacer, decir o comer? ¿Cómo sería esa última cena, cuál sería el menú? ¿Qué lugar elegiríamos como escenario para la última degustación y con quién nos gustaría compartirla?
Pero...¿Qué ocurriría si fuésemos eternos?
Saramago escribe en su libro Las intermitencias de la muerte: “Al día siguiente no murió nadie. El hecho por absolutamente contrario a las normas de la vida, causó en los espíritus una perturbación enorme, efecto a todas luces justificado, basta recordar que no existe noticia en los cuarenta volúmenes de la historia universal…que haya ocurrido un día completo sin que se produjera un fallecimiento” [1]
Un lugar en dónde nadie muere puede parecer el ideal de cualquier ser humano, pero ¿podríamos tener motivos para vivir después de 150 años? Sin mencionar la satisfacción de las necesidades básicas, cómo cubrir la alimentación de un pueblo que no muere, pero probablemente seguirían naciendo, habría una población desproporcionada, superior a lo que cualquier Estado podría sustentar y salvaguardar. Pensar en un mundo con seres humanos inmortales genera mucha más angustia que pensar en la propia muerte o en la de las personas importantes de nuestra vida.
No queda más que aceptar que todos coincidimos con un mismo futuro, todos nos dirigimos al encuentro con la muerte, es inevitable y no tenemos elección; sin embargo, en el disfrute sí podemos elegir, mientras llega la “señora” muerte deberíamos cada día elegir vivir como si fuese nuestra última cena.
[1]Saramago, J (2011), Las intermitencias de la muerte, México, CDMX; Punto de Lectura