- Laura Páez
De la Mesa a la Infancia.

Se sabe que el gusto es en realidad un aprendizaje. Nos gusta lo que conocimos en la infancia, lo que nos habla de lo que somos y de donde venimos; nos gusta lo que
nuestros padres, la abuela o las tías nos proporcionaron a temprana edad.
Así sucede con la música, la forma de vestir, de expresarnos y por supuesto, sucede también con nuestros gustos por la comida. Es decir, lo que nos gusta es un aprendizaje cultural, el más primario, el que aprendimos en nuestro primer círculo, regularmente el familiar.
Ese recuerdo de sabores, texturas y aromas forma nuestra memoria gastronómica o en términos más generales, nuestra memoria sensorial. Esa memoria, va regulando nuestras preferencias a lo largo de nuestras vidas. Algunas veces, la vida moderna va reduciendo las posibilidades de mantener aquellas formas de comer que conocimos en la infancia y que de manera consciente o inconscientemente tendemos a buscar.
Hace poco, una mujer compartió conmigo el recuerdo que brotó de manera involuntaria al volver a comer pan con nata. El sabor y la textura de aquella nata la devolvió al rancho de su padre, en aquel rancho que producía leche conoció la nata y al cual, a la muerte de su padre, debieron renunciar.
Pienso en aquellas familias migrantes, quienes encontraron en la reproducción de sus formas de alimentarse, una vía para su manutención; pienso en la forma en que tanta gente se ha aferrado a aquellas maneras de comer que lo vinculan a su pasado, a su origen y que les permiten mostrarse de la forma más auténtica posible.
Eso son nuestros gustos, la posibilidad de recordar pasajes de nuestra vida, de vincularnos a nuestra familia y a nuestra historia. O, ¿Ustedes qué piensan?